Me cansé de dar explicaciones al viento. De colmar los vasos medio vacíos con palabras sin retorno.
Me cansé de los “tequiero” sin sentido que solo servían para llenar la carencia de lo que no era. O de lo que sí pero no supe ver.
Fue demoledor fustigarme con las interpretaciones ajenas que no eran las mías propias, ni el significado que yo daba a mis impulsos.
Rendir cuentas a la prepotencia y a los prejuicios de quienes pensaban que eran el ombligo del mundo fueron intentos caídos en saco roto. Mientras el mundo se los comía a ellos, sumidos en su ego mal entendido, mal interpretado… mal gestionado.
Terminé exhausta de sacudir mis sentimientos para anteponer los de los demás a mi propia existencia.
Caí. Caí como cualquier ser humano enajenado por un querer sin suficiente amor propio. Por un querer, sin querer. Porque eso de querer bien es para los valientes, los impávidos, los héroes.
Y seguimos pensando que querer mucho nos hace osados. Ay, piénsalo. No, qué va. Querer mucho sin querer bien, no es querer. Como querer a medias, tampoco. Y claro, así no.
He querido hasta rozar el odio metafórico desde mis entrañas. Con tanta pasión desmedida que dolió. Dolió alguna vez que otra, claro. Pero sufrir también es parte del proceso para poder resurgir de las cenizas, del lodo, de la oscuridad pintada con sentimientos confundidos por el apego que no sabemos gestionar.
Ay, querida vida, cuánto tengo que seguir aprendiendo de mis tropiezos hechos caricias. Seguiré los pasos de la pasión y la osadía que tanto me han enseñado a ser feliz hasta hoy.
Mañana, bueno, mañana es un futuro demasiado incierto aún. Es el aquí y ahora. Y ya.
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