domingo, 24 de septiembre de 2017

DEBERÍAMOS PEDIR PERDÓN A LA VIDA

Ayer hizo nueve años. Nueve años que algo decidió llevarse a uno de mis mejores amigos. El mejor de todos por aquél entonces. David murió en un accidente de coche.

La sin razón de la vida que a veces es caprichosa. Recuerdo la llamada de mi madre como si fuera ayer. Sus palabras exactas. Mi incredulidad. Mis lágrimas. Mi todo arrancado de cuajo… sin piedad, sin anestesia. Yo estaba en Almería, trabajando.

Ayer su hermano publicó una foto suya. Rompí a llorar a lágrima viva. Volvieron todos y cada uno de los recuerdos vividos y compartidos. Nuestras peleas, nuestras salidas, nuestras cenas, nuestros descojones, nuestro intentar salvar el mundo… hacerlo mejor. 

Puta vida caprichosa… 

Hacía 8 años que no escribía nada sobre él y el fatídico día. Y aunque me emocione, ya no duele. Dejó de doler cuando comprendí que no se puede luchar contra natura, contra la vida. Convertí el dolor en resignación. La resignación en tristeza. La tristeza en aceptación. Y la aceptación en recuerdo eterno. 

El dolor de la muerte ajena no depende tanto de la edad como aceptación, si no de lo que te unía a esa persona. Cuando decimos que la muerte de una persona mayor es ley de vida, no exime el hecho de que duela tanto o más que la ida de una persona joven. Insisto, depende siempre de lo que te unía (te une) a ella. 

Dichoso apego mal gestionado…

Esa inteligencia emocional para la que no estamos preparados, porque no nos preparan. Sí, es cierto que todos comprendemos la muerte como parte del proceso. El proceso de vivir, que ya desde que nacemos empezamos a morir. 

Pero no nos preparan para la muerte prematura. La muerte ajena prematura. O lo que nosotros pensamos que es prematura. Porque todo, absolutamente todo, ocurre por alguna razón. Y nos ofuscamos por el desconocimiento de dicha razón que no comprendemos. Y claro, no aceptamos.


Deberíamos pedir perdón a la vida. Por morir en ella cuando aún somos capaces de vivir. 



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